En el mundo actual, marcado por cambios acelerados, tensiones geopolíticas, desafíos medioambientales y disrupciones tecnológicas, la ciencia ha dejado de ser un ámbito reservado a laboratorios y universidades para convertirse en un pilar clave del desarrollo industrial y económico.

Cada vez resulta más evidente que la competitividad de los territorios y las empresas estará estrechamente vinculada a su capacidad para generar, integrar y aplicar conocimiento científico de manera ágil, eficaz y estratégica.

La industria ya no puede permitirse crecer sobre modelos obsoletos ni depender exclusivamente de tecnologías consolidadas. La presión por innovar, por responder a nuevas exigencias sociales, regulatorias y de mercado, exige una transformación profunda en la que la ciencia y la tecnología tengan un rol protagonista. Lejos de ser un lujo, la inversión en ciencia se ha convertido en una necesidad ineludible para sostener el progreso industrial.

Un momento decisivo para invertir en ciencia

Hoy más que nunca, estamos ante una ventana de oportunidad histórica. Las transformaciones en marcha —como la transición energética, la revolución digital, el envejecimiento poblacional o la urgencia climática— requieren soluciones radicalmente nuevas. Y esas soluciones vendrán, en gran medida, del conocimiento científico.

Invertir en ciencia significa anticiparse. Significa preparar el terreno para tecnologías que aún no existen, formar profesionales para empleos que aún no se han creado y resolver problemas que ni siquiera imaginamos. También implica construir soberanía tecnológica, diversificar nuestra economía y reducir la dependencia de actores externos.

Además, vivimos un momento en el que la ciencia ha ganado visibilidad pública —especialmente a raíz de la pandemia— y en el que existe una mayor conciencia sobre su impacto real en la vida de las personas. Esta percepción favorable debe aprovecharse para reforzar el compromiso institucional, empresarial y social con la ciencia. No basta con fomentar la I+D desde las administraciones; es necesario que la ciencia forme parte del centro de gravedad de las decisiones estratégicas de país.

Un sistema científico sólido y conectado con el tejido industrial actúa como motor de transformación: genera innovación, atrae talento, impulsa nuevas cadenas de valor y favorece la creación de startups y spin-offs de alto potencial. También mejora la resiliencia del sistema productivo y lo dota de capacidad de adaptación frente a incertidumbres futuras.

En este contexto, apostar por la ciencia no es sólo una cuestión de progreso o prestigio, sino de pura competitividad industrial. Los territorios que inviertan hoy en ciencia estarán en mejor posición para liderar los sectores estratégicos del mañana.

Euskadi: un ecosistema donde ciencia e industria se dan la mano

En Europa, Euskadi es un ejemplo singular de cómo construir un ecosistema donde la ciencia y la industria no sólo conviven, sino que se fortalecen mutuamente. A lo largo de las últimas décadas, el territorio ha desarrollado un modelo propio basado en la colaboración entre centros tecnológicos, universidades, empresas e instituciones públicas. Esta visión compartida ha permitido transformar el conocimiento en una herramienta de cambio real.

La estrategia de especialización inteligente RIS3, las apuestas por áreas clave como la energía, la fabricación avanzada o las biociencias, y la consolidación de una red de centros de excelencia científica han hecho posible una sinergia creciente entre investigación y tejido productivo. En Euskadi, la ciencia no está desconectada del mundo empresarial, sino orientada a resolver sus grandes retos y a abrir nuevas oportunidades de mercado.

Un buen ejemplo de ello es el trabajo que realizamos desde CIC energiGUNE, donde la investigación en almacenamiento de energía —baterías, estado sólido, tecnologías térmicas— se alinea directamente con las necesidades de sectores como la automoción, la movilidad eléctrica o las energías renovables. Esta conexión temprana entre ciencia y aplicación industrial permite acelerar el desarrollo tecnológico y maximizar su impacto económico.

Pero más allá de los casos concretos, lo verdaderamente relevante es la cultura que se ha ido forjando: una cultura de cooperación, de visión a largo plazo, de apuesta por el talento y de compromiso con una industria sostenible e innovadora. Este modelo no ha surgido de manera espontánea, sino fruto de una estrategia continuada, con inversiones sostenidas y políticas públicas coherentes.

Euskadi demuestra que es posible construir un país que cree en la ciencia como palanca para su desarrollo industrial. Que entiende que la competitividad no se basa sólo en costes, sino en conocimiento. Y que, incluso siendo un territorio pequeño, puede marcar una diferencia si apuesta por la excelencia, la colaboración y la visión compartida.

Hoy, más que nunca, la ciencia es industria. Es economía. Es bienestar. Y es futuro. Convertirla en una prioridad no es sólo deseable; es urgente. Euskadi ya ha iniciado ese camino. Ahora, toca profundizarlo, reforzarlo y compartirlo.

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