La ciencia de materiales nos ha provisto en las últimas décadas auténticos prodigios con propiedades nuevas, mejoradas e incluso combinadas para dar respuesta a retos que vamos planteando en investigación, que a su vez facilitan los procesos industriales o nuestro estilo de vida.
En esta área del conocimiento se habla últimamente de materiales avanzados, aquellos que presentan propiedades térmicas, químicas y/o mecánicas (entre otras) mejoradas, incluso diseñadas específicamente para una determinada aplicación. Entre estas propiedades, hay una que suele pasar desapercibida para el público general pero que se antoja crucial para infinidad de aplicaciones, especialmente para las relacionadas con la generación y el almacenamiento de energía: la porosidad.
Cuando hablamos de materiales porosos, en nuestro imaginario podrían aparecer una esponja o a una piedra pómez, ambas porosas, de origen natural y con aplicaciones directamente condicionadas por su naturaleza porosa. La esponja puede albergar grandes volúmenes de líquidos en sus cavidades y la rugosidad de la piedra pómez, generada por sus poros, la hacen un excelente abrasivo para nuestra piel. Sin embargo, el tamaño de los poros de estos materiales es de rango milimétrico, incluso centimétrico.
En esta ocasión, nos interesan aquellos poros que se encuentran en la escala nanométrica, es decir, unos 6 órdenes de magnitud menos que los anteriores ejemplos. Y es que, al igual que en otras áreas del conocimiento, descender hasta el nanómetro puede potenciar las propiedades que deseamos explotar.
Aspectos como el volumen y tamaño de los poros y el área superficial definen la textura de un sólido. Es en este espacio vacío dentro del material y en su superficie interna, donde pueden tener lugar una gran variedad de procesos físicos y químicos. Por eso es tan importante controlar estas propiedades, para sacar el máximo provecho de las mismas en nuestras aplicaciones.
Para entender esto hagamos una analogía simple. Si necesito alojar una sustancia en la superficie de un material (lo que conocemos como fenómeno de adsorción), podría utilizar un recipiente vacío, en el que esa superficie accesible para la sustancia a almacenar sería la propia pared interna del recipiente. Supongamos en este caso unas decenas de cm2 en una botella de 1 L de volumen. Ahora bien, si lleno esa misma botella de un material poroso con un área superficial interna de unos 300 m2 por cada grano de material, estaría incrementando sustancialmente la superficie accesible a esa sustancia que quiero almacenar en superficie: las decenas de cm2 de la pared del recipiente más cientos de m2 por cada gramo de material que introduzca en ese recipiente. La eficiencia en el almacenamiento en este último caso es evidente.
Esto sucede gracias a los nanoporos presentes en el sólido poroso, que hacen que aumente el área accesible donde se alojan las moléculas huésped que queremos almacenar o transportar, donde ocurren las reacciones químicas deseadas o donde se dan transferencias de carga, entre otros posibles fenómenos.
Materiales porosos amorfos o cristalinos
Históricamente, los materiales porosos más utilizados han sido los carbones activados o las zeolitas. La principal diferencia entre ellos dos es que los primeros son amorfos (sus átomos están dispuestos aleatoriamente en su estructura) y, por tanto, la porosidad no tiene una disposición ordenada; y las segundas son cristalinas (sus átomos y moléculas se orientan en su estructura en base a una determinada simetría), lo que les confiere una porosidad ordenada y una topología concreta.