
1º ¿Qué papel juega la perspectiva estratégica o de mercado en las fases tempranas de un proyecto científico disruptivo?
En las primeras fases de un proyecto científico, solemos centrarnos en el conocimiento, en la innovación tecnológica y en resolver retos científicos complejos. Sin embargo, incorporar desde el inicio una mirada estratégica que tenga en cuenta el contexto de mercado puede marcar una gran diferencia. No se trata de condicionar la ciencia, sino de enriquecerla con una visión más completa del potencial transformador de lo que se está desarrollando.
Tener en cuenta factores como las necesidades reales del sector, las tendencias tecnológicas, las barreras de entrada o incluso los posibles modelos de negocio permite orientar mejor las decisiones que tomamos a nivel técnico. Esto ayuda, por ejemplo, a priorizar ciertas rutas de desarrollo o a anticipar posibles cuellos de botella en la transferencia de resultados.
En definitiva, introducir esa dimensión estratégica no es poner límites, sino abrir nuevas vías. En proyectos de tecnologías emergentes, donde la incertidumbre es alta, disponer de una brújula que combine ciencia y mercado es fundamental para no perder el foco del impacto que queremos generar.
2º A menudo se habla de la importancia del “impacto” en la investigación. ¿Cómo se evalúa ese impacto cuando estamos ante tecnologías muy emergentes?
Cuando hablamos de tecnologías emergentes, el impacto no puede medirse únicamente por su aplicabilidad inmediata, porque en muchos casos estamos explorando territorios aún inexplorados. Sin embargo, eso no significa que no podamos anticipar o al menos proyectar su valor potencial. Lo importante es entender el impacto como un concepto multidimensional: científico, social, económico y medioambiental.
Por eso, en este tipo de proyectos es clave trabajar con escenarios de futuro, analizar posibles aplicaciones cruzadas, e identificar desde el principio qué tipo de desafíos podrían resolverse si la tecnología madura. No se trata de prometer resultados a corto plazo, sino de demostrar que hay una visión sólida, bien argumentada y con potencial de tracción más allá del laboratorio.
Además, contar con herramientas de análisis estratégico —como mapas de valor, estudios comparativos o benchmarking— nos permite construir un discurso de impacto más sólido, alineado con lo que buscan también muchas convocatorias competitivas hoy en día.
3º En proyectos de innovación con alto riesgo tecnológico, ¿cómo se puede abordar el estudio de viabilidad sin frenar la ambición científica?
El estudio de viabilidad no tiene por qué ir en contra de la ambición científica. Al contrario, puede ayudar a canalizar esa ambición de forma más eficaz. Entender si una tecnología es viable —técnica, económica o incluso socialmente— no significa renunciar a explorar, sino hacerlo con más criterio y menos incertidumbre.
Lo ideal es introducir el análisis de viabilidad como una herramienta viva dentro del proceso, que vaya evolucionando en paralelo al avance del conocimiento. Es decir, no se trata de hacer un único análisis cerrado, sino de construir hipótesis que se van validando o ajustando a medida que avanza el proyecto.
En centros como CIC energiGUNE, esto lo integramos desde fases tempranas. La clave está en el diálogo constante entre los equipos técnicos y quienes trabajamos más cerca del mercado y la transferencia. Así, se genera una cultura en la que la viabilidad no se percibe como una barrera, sino como un aliado para llevar la ciencia un paso más allá.
4º ¿Crees que la conexión entre ciencia y mercado se está fortaleciendo en los programas europeos como Pathfinder?
Sí, claramente. El EIC Pathfinder, por ejemplo, ha sido muy valiente al apostar por ideas innovadoras, pero también exige que esas ideas vengan acompañadas de una visión de impacto. No se trata de tener un plan de negocio cerrado, pero sí de mostrar que hay una lógica detrás, que existe una posibilidad real de evolución hacia una aplicación concreta.
En este tipo de programas, la conexión ciencia-mercado ya no es una opción, es una expectativa. Y lo interesante es que eso está obligando a muchos equipos científicos a salir de su zona de confort, a colaborar con perfiles complementarios, y a pensar desde fases tempranas en la viabilidad y escalabilidad de sus propuestas.
Esa evolución también la vivimos en los centros de investigación. Los proyectos ya no se construyen solo desde la ciencia, sino desde la intersección entre conocimiento, necesidad y oportunidad. Eso es muy positivo si queremos que Europa lidere la innovación profunda (deep tech) de manera sostenible.
5º ¿Qué tipo de preguntas deberíamos hacernos desde el principio para que un proyecto tenga opciones de avanzar más allá del laboratorio?
Una de las preguntas clave es: ¿qué problema real estamos resolviendo y para quién? Parece básica, pero a veces no se formula con suficiente claridad. También conviene preguntarse: ¿cuáles son los requisitos mínimos para que esta tecnología funcione fuera del entorno de laboratorio? Esto implica pensar en condiciones de uso, escalabilidad, compatibilidades o incluso regulaciones.
Otra pregunta esencial es: ¿en qué se diferencia mi propuesta respecto a lo que ya existe o está en desarrollo? Ese análisis comparativo nos ayuda a entender mejor nuestro valor diferencial y posibles rutas de protección o posicionamiento.
Y por supuesto: ¿cómo podría evolucionar esto en 5 o 10 años? Tener una visión a medio plazo, aunque sea con escenarios abiertos, permite orientar mejor las decisiones de hoy. Cuanto antes se planteen estas cuestiones, más opciones tendrá el proyecto de sobrevivir y crecer fuera del laboratorio.
6º ¿Cómo se equilibra en un centro de investigación como CIC energiGUNE la excelencia científica con la orientación a resultados aplicables?
El equilibrio se logra, sobre todo, cuando ambas dimensiones forman parte de una misma cultura. En CIC energiGUNE trabajamos con un enfoque muy sólido en ciencia de excelencia, con grupos altamente especializados. Pero al mismo tiempo, todos nuestros proyectos están enmarcados dentro de una visión estratégica más amplia, que contempla el impacto real que buscamos generar.
Esto no significa que todo deba convertirse en producto inmediatamente. Pero sí que cada línea de investigación tenga al menos una reflexión sobre su aplicabilidad, su transferibilidad o su alineación con las grandes transiciones tecnológicas.
Además, el trabajo interdisciplinar es fundamental. Los equipos técnicos colaboran estrechamente con perfiles que trabajamos más cerca de industria, mercado y transferencia. Esa conexión constante permite anticipar necesidades, detectar oportunidades y adaptar el camino sin renunciar al rigor científico.
Al final, no es una cuestión de renunciar a la ciencia básica, sino de conectarla con una hoja de ruta que permita que sus frutos lleguen más lejos.
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